Juego y Compromiso
Una
afirmación contra la riña entre lo lúdico y lo comprometido en teatro
por Javier
Daulte
El teatro responsable: una preocupación
En los últimos
tiempos el teatro ha adquirido una estatura moral que tomó prestada o que se le
ha impuesto de alguna manera, pero que no le corresponde. Me refiero a cierto
teatro (no importa aquí si es bueno, malo o regular) al que me gustaría llamar teatro responsable y tal vez didáctico,
o en definitiva, por qué no, dictatorial. Un teatro que usa al teatro para
hablar de cosas importantes.[1]
“Eso está muy bien”, pensaría uno en primera
instancia; de hecho pensé así durante muchos años, especialmente cuando en
nuestro país teníamos una de las dictaduras más severas del mundo occidental y
sentía (entre mis 14 y 18 años) que el teatro era bueno porque allí se decían
cosas que no se podían decir en otros lugares. El punto cúlmine de esta especie
de rebeldía pública y a la vez clandestina fue, como todo el mundo sabe, el
fenómeno de Teatro Abierto. Claro, en aquel momento y bajo aquellas
determinadas circunstancias lo importante
dentro y fuera de los
teatros era unívoco: hablar en contra del horror de la/s dictadura/s en todas
sus variantes. Pero Teatro Abierto pasó, lo mismo que los gobiernos de facto.
Hoy el problema de lo importante es, por lo menos,
discutible. Porque veamos un poco: ¿cuáles son esas cosas importantes?, ¿quién
las determina? Hoy en día, debo confesarlo, si hay cosas importantes no
recomendaría ir a buscarlas a un teatro. Se va al teatro a ver teatro. O como
dice Alain Badiou, se va al teatro a ser golpeado (por el teatro). El teatro
como despertador de conciencias es
más una excepción que una regla. De hecho cuando Hamlet planea la
representación para atrapar la conciencia de Claudio está urdiendo una trampa y es el mismo Shakespeare quien
lo dice. Hoy es el teatro el que ha caído en una trampa perversa, porque cuando
se ocupa de lo que se supone importante ya no tiene el efecto de un despertador de conciencias, sino que muy
por el contrario, las tranquiliza. Quizá el rol de despertador de conciencias actualmente le corresponde a la
televisión. Estamos en una época en que el teatro tiende a recuperar su
condición de innecesario, lo cual amplía sus horizontes.
Antes un teatro no
comprometido con los temas importantes
era un teatro frívolo y su Meca la Avenida Corrientes. Ya no es así. Lo importante en el teatro se ha
desdibujado y antes que lamentar tal cosa, habría que festejarla. La
determinación a priori de lo importante conlleva naturalmente una
actitud didáctica, verticalista y, como decía más arriba, dictatorial.
El Juego
Veamos el fenómeno
del teatro desde una perspectiva quizá algo esquizoide: Un grupo de personas
se sacude durante un par de horas sobre un entarimado. Otro grupo de personas
es testigo de esa fatiga.
¿Qué seriedad
pueden revestir esas personas, hombres y mujeres de una actividad llamada
teatro, cuando emulan grandes batallas, imitan a altivos héroes de la historia
o a malvados déspotas, cuando simulan sin credibilidad posible grandes
tragedias? Lo menos que se puede decir de esos hombres y mujeres es que son
unos irreverentes, que se burlan (por el simple hecho de reproducirlas) de
todas las actividades humanas y las transforman en una fiesta patética por la cual
además cobran un dinero a quien pretende asistir a tamaño dislate; y, no
contentos con eso, además hay que aplaudirlos para fomentar vanidades diversas.
La pretensión (absurda por donde se la mire) es que nos llene de estética
emoción ese acto perverso que es emular
la condición humana (acto perverso
o sueño de pasión que, cuanto
más apasionado, más evidente hace su falaz condición).
El teatro, en tanto
juego, es un lugar de incomodidad, Brecht lo percibió, Beckett también; su
obscenidad es tal que puede producirnos náuseas; y si lo pensamos más de dos
veces, acordaríamos en que se debería prohibir actividad tan irreverente.
Afortunadamente la cultura (uno de
los inventos más caprichosos que se conocen) funciona, como buen padre
adoptivo, de garante moral de tan bastarda práctica.
¿Por qué el Rey
soporta al bufón que se ríe de él en sus propias narices y con su propia
anuencia? ¿Por qué Su Majestad soporta de ese esclavo lo que sin duda no podría
tolerar de su más entrañable amigo y consejero? Por una sencilla razón: el
bufón juega un juego de cuyas reglas el Rey es el dueño; si el límite de la
regla es respetado, la burla es aceptada; si el límite es burlado la gracia
desaparece, lo mismo que la cabeza del pobre bufón.
El Rey de hoy es La
Cultura. El arte es libre en la medida en que juega un juego de cuyas reglas es
soberana La Cultura. Pero aquí es donde se cierne la paradoja. Si La Cultura es
una institución nacida a partir de las manifestaciones humanas ¿por qué cuernos
es ella, La Cultura, la que dicta las reglas? La Cultura funciona como una
empresa de seguridad de conciencias. Y la tranquilidad de conciencia, después
de la económica, es el bien más preciado de nuestro mundo burgués.
¿Por qué el teatro
no puede burlarse de la Madre Teresa de Calcuta, o de las víctimas de la AMIA?
¿Por qué, de pronto, el juego se vuelve serio? Freud decía, hablando del juego
de los niños y del por qué del juego, algo lúcido y singular: lo que se opone
al juego de los niños no es la seriedad, sino la realidad. Entonces, si el
teatro es juego y el juego existe porque se opone a la realidad, ¿cuál es el
afán de conciliar la realidad con el teatro? Y cuando hablo de realidad no
hablo de realismo, que quede claro, sino de cierto recorte del mundo, del
universo simbólico y el imaginario. Por tanto afirmemos: El teatro tiende a oponerse a la realidad. Este es un primer
axioma.
Ahora, el juego
tiene su realidad propia; es un mundo paralelo, un mundo en sí mismo, infinito
y cerrado al mismo tiempo; infinito porque sus posibilidades y variantes están
regidas por el azar, y cerrado porque ese infinito no traspasa nunca los
límites del juego. Quiero decir que no hay dos partidas de dados iguales, pero
nunca dejaremos de jugar a los dados.
Trasladando este
esquema al universo del teatro, podemos afirmar que el teatro se reinventa de
manera infinita e imprevisible (los griegos no podían imaginar a Müller) pero
esa reinvención no es perversión porque no desestima su propia naturaleza.
Parafraseando a Lacan, el teatro puede ser cualquier cosa mientras no sea
cualquier cosa, es decir, y por poner un ejemplo, que el teatro puede ser lo
que quiera mientras no se convierta en televisión, o plástica, o danza, por la
sencilla razón de que así dejaría de ser teatro y empezaríamos a hablar de otra
cosa. Las disciplinas border como la danza teatro, las instalaciones, el
happening, etc, tienen una
particularidad compleja: no juegan con los límites, son el límite. Pero esa es otra discusión en la que no quiero ahora
involucrarme.
El juego implica un
elemento ineludible para su ejecución: el compromiso. ¿Pero de qué compromiso
habla el juego? El compromiso con las reglas de ese juego y con ninguna otra
cosa. Pero ojo: las reglas del juego pueden ser tales que no lo hagan aparecer
al juego como tal, sino como otra cosa; pero esa es justamente la paradoja del
juego y su compromiso: cuanto más me comprometa con las reglas más entretenido
y apasionante se volverá el juego, y al mismo tiempo menos parecido a un juego
será. El compromiso le da sentido a la regla y la regla sentido al juego. Si el
compromiso no se ejerce no hay juego. Si el compromiso se radicaliza el juego
se vuelve temiblemente peligroso.
Probemos jugar a la
mancha o a las escondidas entre adultos. Veríamos en principio lo difícil que
es comprometerse con la regla, y luego lo angustiante que resultan esos juegos.
Porque el compromiso no es sólo intelectual sino también emocional. Un juego
bien jugado es siempre atractivo pero no necesariamente divertido. Cuando se
plantea el juego se busca que sus reglas nos cautiven y una vez cautivos, nos
excitamos, sufrimos y nos angustiamos de un modo artificial. Cuando el juego
termina nos vamos a tomar cerveza con nuestro temido y odiado contrincante de
TEG, lo mismo que los actores que interpretan a Hamlet y Claudio. Comprometerse
con las reglas del juego no es conocer las reglas para poder ganar, sino que el
compromiso implica que el juego pueda jugarse del mejor modo posible. Cuando
alguien no se compromete con las reglas del truco, no importa quien vaya
ganando, el partido dejó de tener interés. Es cuando se dice: para jugar sin
ganas no juegues.
El juego en el
teatro tiene extrañas reglas y cada experiencia tiene las propias y hay que
establecerlas o descubrirlas. También es cierto que esas reglas en general
incluyen personas/personajes con sus emociones, con su historia, con su vida.
Ese condimento particular que funciona como carnada para pescar
identificaciones es el gran colaborador a la hora de generar la ilusión,
cuya versión bastardeada es la trampa.
El teatro responsable se yergue como trampa, el teatro en tanto juego
como ilusión. ¿Cuál es la diferencia entre trampa e ilusión?
La ilusión es para cualquiera, está donada; la trampa apunta
a un/os espectador/es en particular (si ese espectador en particular no está en
la sala, la presentación de la obra pierde sentido; si los Claudios no asisten
a la obra preparada por los Hamlets, el plan no puede avanzar). Es esencial
hacer esta distinción: el teatro como trampa es una excepción, aun
cuando esa excepción tenga la engañosa apariencia de hacer del teatro algo
útil, importante.
De acuerdo con los
términos aquí establecidos, el único teatro que podría ser comprometido (con
una coyuntura en particular) es el de la trampa. ¿Qué compromiso puede
suponer el teatro como juego que apenas pretende construir una ilusión? La
respuesta puede sonar “descomprometida”. Enunciémosla así: En teatro el único compromiso posible es con la regla. Este es un
segundo axioma.
El Procedimiento
Cuando comencé a leer
teatro me llamaban la atención especialmente piezas de Beckett, de Pinter o el Marat
Sade de Peter Weiss. Este elemento llamativo tenía que ver con lo
siguiente. Encontraba en esas obras algo más interesante que las temáticas que
tocan. Quiero decir que el hallazgo principal de Los Días Felices y de Final
de Partida tenía que ver, para mí, con lo que llamé en ese momento un dispositivo,
algo que hacía que la obra funcionase por sí sola más allá de los contenidos
puntuales de la misma; o, para decirlo todo, los contenidos no eran más que la
consecuencia natural de la puesta en marcha de un mecanismo al que yo llamaba dispositivo.
Basta poner a una
actriz que nunca haya leído a Beckett sobre un escenario, inmovilizarla de la
cintura para abajo, darle una bolsa para las compras, un cepillo de dientes, un
tubo de pasta dentífrica a punto de terminarse, una sombrilla, un espejito, un
revólver, y alguna que otra cosa más; luego le decimos que haga y diga lo que
pueda y quiera, siempre y cuando nunca enuncie ni denuncie su obvia condición
de inmovilidad de la cintura para abajo, sino que muy por el contrario se ufane
de las extraordinarias posibilidades que tiene, de todo lo que puede
hacer desde esa posición. Bien, allí tendremos el primer acto de Los Días
Felices. Luego inmovilicemos a la misma actriz del cuello hacia abajo y
démosle más o menos consignas como en el caso anterior y tendremos Los Días
Felices completo, primer y segundo acto.
Este experimento
teórico absolutamente tendencioso intenta afirmar que Los Días Felices
es ante todo un mecanismo que funciona más allá de sus contenidos. Ahora qué
dice y qué no dice Winnie es otro tema, y sin duda no es lo mismo que sus
palabras las haya escrito Beckett a que las escriba Sofovich, pero aun así el
mecanismo es indiferente a esta cuestión y funciona. Lo que se supone más
emblemático de la pieza (el hecho de que Winnie esté enterrada) es presentado
por Beckett como una convención; esa es su genialidad. Plantea reglas y
contrarreglas y luego sólo se limita a seguirlas. Las reglas están
impecablemente planteadas, la obra sólo se limita a cumplirlas.
Tomemos ahora Final
de Partida, quizá en este sentido uno de los mecanismos más brillantes que
se conozcan. Un hombre no puede caminar y no puede ver. Otro no puede estar
sentado. La comida está bajo llave y con combinación. La combinación sólo la
conoce el que no camina. Pero (he aquí el elemento fundamental) no hay ruedas
para la silla del paralítico, por lo tanto depende del otro para ir hasta la
caja fuerte y obtener comida. La relación de dependencia está establecida más
allá de todo mecanismo psicológico. El mecanismo es arbitrario, este es el
juego. En el caso de Final de Partida, el juego es sutil, en el caso de Los
Días Felices su arbitrariedad salta a la vista. Esperando a Godot es
una pieza con un mecanismo en extremo elemental (que por otra parte ha sido
reproducido por la dramaturgia de los últimos veinte años o más hasta el
cansancio) por eso los personajes pueden conversar tal vez demasiado. Sea como
fuere, en todos los casos se establece un sistema de relaciones. Relaciones
entre elementos. Se trata de relaciones matemáticas.
La Matemática
elabora sistemas de relaciones, las explora y tienta sus límites. A la
Matemática no le importa si trabaja con números y letras o Clovs y Hams, es
decir que es indiferente a los contenidos. Al sistema de relaciones
matemático que puede deducirse de un material lo llamaré Procedimiento.
Este es un tercer axioma.
El Procedimiento
(concepto que sigue la línea del de juego) es arbitrario tal como son
arbitrarias las reglas de todo juego. Las reglas son las que son porque sí. La
regla no se cuestiona. Se acepta. ¿Por qué está enterrada Winnie? Porque sí.
Nadie lo explica porque eso implicaría desbaratar el procedimiento
convirtiéndolo apenas en un paisaje alegórico. Su importancia es que es una
regla y su riqueza es su potencial combinación con otras reglas[2];
el procedimiento es la resultante de dicha combinación.
Uniendo esto con lo
anterior, podemos enunciar un cuarto axioma: Todo procedimiento es
matemático; es decir que, como la Matemática, es indiferente a los contenidos.
Ahora, el teatro no
es Matemática, o por lo menos, no es sólo eso. Hay algo, una materia narrativa
indispensable sin la cual el procedimiento no puede ponerse en marcha. A
un procedimiento le conviene un argumento para que lo ponga en
funcionamiento y a la vez lo disimule dándole otra apariencia. El argumento
disfraza al procedimiento.
El realismo, que
para bien y para mal, tiende a confundirlo todo, tuvo la mala idea de adoptar a
la psicología (disciplina que tuvo su auge a finales del siglo XIX y comienzos
del XX) como hija dilecta y tiñó con sus reglas a gran parte de la literatura
dramática del siglo XX y del que acaba de empezar; es por eso que cuanto
intentamos desentrañar los procedimientos de las obras del realismo nos
encontramos a poco de comenzar, hablando de psicología sin saber mucho.
Stanislavsky fue cautivo de esa moda, cosa inevitable a la hora de tener que
montar a Chéjov. De hecho su modelo de análisis de texto para el actor se basa
en su experiencia con Otelo, la pieza más psicológica de Shakespeare.
Y esto nos lleva a
otro asunto:
El Objetivo
El teatro adolece
de otro mal altamente consensuado: la conceptualización del objetivo.
Escuchamos permanentemente decir el objetivo de la obra, el objetivo
del personaje, qué se quiere decir con la obra, etc, etc. Es notorio que
cuando se habla del objetivo de la obra, del por qué hacer esta o aquella obra
en un determinado momento, se habla de algo que excede a la obra. Cuando por
ejemplo se toma una pieza del repertorio clásico, surge de manera ineludible la
pregunta de si la obra aún es vigente. ¿Pero de qué aspecto de la obra se suele
hablar en esos casos? De su temática y no del juego y sus reglas; es decir que
se practica una suerte de sociología, bastante amateur por cierto y muy bien
intencionada en el mejor de los casos. Sin embargo lo único que interesa a la
hora de hablar de la vigencia de una obra es si su procedimiento es aún
vigente. ¿Chéjov sigue siendo teatro o sus obras son excelentes guiones de
unitarios televisivos? ¿Por qué cuando se habla de Casa de Muñecas, a los dos
minutos estamos hablando de sociología, psicología y feminismo? ¿Por qué no
podemos hablar de su vigencia teatral?
Este fenómeno, del
que nadie puede abstraerse fácilmente, tiene su origen en la formación de una
idiosincrasia particular (somos herederos -hijos, nietos y biznietos- de una
tradición psicologista) y de un modelo. El modelo lo construyó Stanislavsky.
Cuando Stanislavsky
analiza Otelo encuentra en los personajes de esa obra objetivos
sutil y genialmente trazados, y es a partir de eso que puede crear una
formidable herramienta para el actor. Naturalmente fascinado con esta cuestión,
Stanislavsky genera un complejísimo sistema que se supone universal (los
objetivos parciales, el superobjetivo, etc) y que bien mirado, sólo puede
aplicarse a algunas obras y más que nada a Otelo. ¿Por qué? Porque en Otelo
hay una invención de Shakespeare difícilmente superable y endiabladamente
cautivante: Yago. Este es el personaje, quizá el único en la literatura
dramática, en que el objetivo es el personaje, y puede analizárselo por
completo desde esa óptica. Pero el hecho de que Yago sostenga su
objetivo hasta sus últimas consecuencias no es en realidad más que la ejecución
hasta sus últimas consecuencias de un procedimiento exquisito[3].
El problema es que gracias a la engañosa apariencia (el disfraz) del procedimiento,
creemos leer la construcción perfecta de un carácter psicológico complejo. Y lo
importante aquí es que lo esencial de Yago es que es un motor formidable
que pone en marcha la increíble maquinaria dramática que es Otelo como
obra.
Todo análisis de
personaje que pretenda seguir el modelo de análisis aplicable a Yago
trastabilla de modo inexorable, porque siempre los personajes, como las
personas, tienen poco claro qué es lo que quieren, o ese querer cambia a
cada rato (exactamente lo opuesto a lo que sucede con Yago). Pensemos
sino en los personajes de Pinter, por poner un ejemplo, o en el propio Hamlet.
Los únicos personajes que se emparentan directamente con el modelo de Yago,
son los del policial: el criminal consecuente y el investigador; pero es
evidente que no estamos hablando de personajes sino de dos modelos que, según
el caso, no son más que procedimientos más o menos sabiamente
construidos (Edipo es un investigador, de ahí su condición de personaje con
objetivo).
Los personajes
tienen un propósito en el momento de la construcción de la pieza, y es el de
convertirse en elementos que garanticen el funcionamiento de la misma. Los
actores y directores deberían tener también ese único propósito. El único objetivo
posible en teatro es el funcionamiento de la escena. El objetivo tiene
que ser tal que se convierta en cómplice del mecanismo general de la pieza.
Dicho en otros términos. El objetivo es hacer eficaz el juego.
El objetivo de
todos los elementos que componen el fenómeno del teatro es volver eficaz un
procedimiento. Este es el quinto axioma.
Fidelidad
Objetivo del personaje, objetivo del actor, objetivo de la pieza,
objetivo del autor y del director. Todo parece confundirse. La palabra objetivo
ha sido demasiado vapuleada en la gran mayoría de los talleres de teatro en que
se enseña actuación. A los fines del presente trabajo, creo conveniente cambiar
la palabra objetivo por fidelidad.
A la hora de montar
un trabajo en teatro todos nos debemos volver cómplices para la construcción de
un engaño. Es a esa complicidad a la que doy el nombre de fidelidad. La fidelidad
es desinteresada, o mejor dicho, implica un interés desinteresado. Lo que
importa no es el personaje, ni la puesta en escena, sino la construcción del
engaño, la construcción de un procedimiento. Si esa fidelidad es
desinteresada, consecuente, es capaz de conducirnos a lugares impensados. En el
final del camino de la fidelidad es posible que advenga un sentido, una
verdad. Esto quiere decir que la verdad es a posteriori, no a priori. El sexto
axioma sería entonces: La fidelidad a un procedimiento es capaz de generar
una verdad.
Es importante
aclarar que la naturaleza de esa verdad es sólo corroborable en el momento
mismo de la experiencia teatral y en ninguna otra parte. Quiero decir que la verdad en el teatro es del orden de una
experiencia actual (intelectual / emocional). No se la puede reemplazar por la
verdad de ningún otro tipo de discurso. No hay verdad del teatro que pueda
aprehenderse sin ir al teatro. Toda verdad derivada del teatro aprehensible por
quien no va al teatro es en todo caso una verdad que corresponde a otra
disciplina, a la psicología, a la literatura, a la sociología, a la
antropología, a la historia, pero no al teatro.
El espectador / el público
El público es el
último elemento en el sistema de relaciones que supone un procedimiento.
Pero el público es también una construcción. Su punto de partida son los
espectadores. Aunque bien sabemos los que hacemos teatro que un grupo de
espectadores no constituyen necesariamente un público.
El espectador sabe
bien cuál es su papel en este sistema. Es de todos los que juegan el juego
quien está más seguro y tranquilo en su rol. Inquietar a un espectador es una
tarea compleja y que pone a prueba todo lo dicho anteriormente. Basta para
entender esto, no preguntarnos nada acerca del espectador, sino serlo.
El espectador es azaroso; es, en definitiva, el elemento azaroso por excelencia
en el teatro. Es arbitrario y cruel; no se deja capturar fácilmente. ¿Qué hacer
con eso? ¿Cómo garantizar de un elemento azaroso su correcta participación en
el procedimiento para que el mismo resulte eficaz?
La respuesta a esta
pregunta está quizá condenada a tener demasiadas versiones, pero de acuerdo a
todo lo desarrollado, podemos intentar una: para garantizar su correcta
participación en el procedimiento para su eficacia, el espectador debe
ignorar la clave secreta de ese procedimiento. El espectador debe ver el
disfraz. Es de esta manera que puede garantizarse que el espectador continúe
siendo espectador. Y quizá sea esta la única tarea del teatro: garantizar que
el espectador no devenga en otra cosa que no sea espectador. Devolviéndole a
cada espectador ese lugar de manera más o menos continua es posible quizá
convertir a ese grupo heterogéneo de personas en público, es decir, en
un todo homogéneo.
El séptimo axioma
sería entonces: La clave del procedimiento debe permanecer oculta al
espectador para que este devenga en público.[4]
A modo de conclusión
A modo de resumen,
enumeraré aquí los axiomas desarrollados a lo largo del presente trabajo:
-
El teatro en tanto juego tiende a oponerse a la realidad.
-
En teatro el único compromiso posible es con la regla.
-
Todo sistema de relaciones
matemático que puede deducirse de un material es un procedimiento.
-
Todo procedimiento es
matemático; es decir que, como la Matemática, es indiferente a los contenidos.
-
El objetivo de todos los
elementos que componen el fenómeno del teatro es volver eficaz un procedimiento.
-
La fidelidad a un procedimiento
es capaz de generar una verdad.
-
La clave de todo procedimiento
debe permanecer oculta al espectador para que este devenga en público.
Aclaración final
Este trabajo se
supone como un corrimiento del problema del compromiso en teatro, desplazándolo
de su romántica fijación a los contenidos a un polo intrínseco de la cuestión
teatral, que es el juego.
Claro que nadie puede abstraerse del compromiso con los contenidos que
se producen en el teatro. Todos suponemos ser seres sensibles a los hechos de
la realidad. Pero nuestro compromiso con esos contenidos nos encuentra siempre
en el lugar de espectadores, es decir, ese lugar en el que podemos o no
convertirnos en público.
El compromiso con los hechos de la realidad es inevitable, está dado; y
en todo caso no se lo puede forzar. En cambio, el compromiso con la regla, la
fidelidad al procedimiento, no es algo que esté dado, es fácilmente
eludible y por lo tanto su forzamiento es necesario. Se trata quizá de la única
obligación ética en la tarea del teatro.
Javier Daulte
Buenos Aires, 13 de agosto de 2001
[1] Hablo del teatro al que suele llamarse “comprometido”, un teatro que puede verse en el circuito
oficial (casi siempre), en el comercial (cada vez menos) y en el alternativo
(cada vez más).
[2] Dicho en forma sencilla, y a modo de ejemplo, las dos reglas que se
combinan a la perfección para producir el sistema de relaciones (Procedimiento)
de Los Días Felices son:
a.
La actriz / personaje está
enterrada.
b.
La actriz / personaje no
habla nunca del hecho de estar enterrada; ni de sus causas, ni de sus
consecuencias.
[3] En Otelo, el procedimiento de la pieza y el procedimiento
de Yago son idénticos y aparecen superpuestos.
[4] Dejar
oculta la clave no implica de ningún modo el establecimiento de relatos
crípticos, sino casi lo contrario. De hecho, y a modo de ejemplo, eso es lo que
hizo Hitchcock en todas sus películas. Y de Hitchcock puede decirse cualquier
cosa, menos que sus relatos son crípticos.
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